Chamanes y brujos malos
La ayahuasca vino a la ciudad, pero yo me fui a la selva, al menos por unos días, como Burroughs o Ginsberg. Para mí es más fácil, yo vivo en el Perú. Un vuelo de una hora y media me deja justo en Pucallpa, el paraíso de los ayahuasqueros. Sólo me preocupan las advertencias acerca de los chamanes. Se sabe que un chamán es el ceremonioso intermediario entre la planta y nosotros, alguien que suscita el trance místico para curar y vaticinar. A diferencia de los doctores de bata blanca, el médico tradicional considera el drama interno de cada persona. Él es quien viaja al reino de lo invisible, inventa cuentos simbólicos para explicar el mundo, organiza el ritual para acceder al plano sobrehumano e invoca las energías que nos están enfermando.
Quizá por el discurso de las religiones comparadas, a veces olvidamos que los chamanes son personas como nosotros. Alguien me contó que los chamanes más famosos han sido absorbidos por el sistema y dan ayahuasca en lujosos hoteles europeos. Hay muchos que al trasladarse a la ciudad abandonan a sus mujeres; se emborrachan y tienen una vida contraria a la ayahuasca. Sus espíritus se han contaminado y ya no pueden ser una buena ayuda para nadie.
Pero lo realmente angustiante es la figura del "malero", suerte de curandero que ha caído en el lado oscuro, un brujo malo en suma. Por pura ignorancia, uno podía encontrarse gato por liebre, o peor: demonio por liebre. Claro que así no son todos los chamanes. Para ser chamán, la mayoría efectúa su transmutación mística internándose en el bosque durante meses, emprende durísimas dietas para aprender las potencias de cada planta. En las sesiones curativas se sacrifica, y siente dolor, y se deja devorar por los espíritus de animales feroces mientras se encuentra en trance. A mí me han recomendado buscar a Rosendo Marín, un curandero desconocido en el ambiente y cuyo espíritu está virgen e irradia bondad. ¿Rosendo podrá ser ese personaje de las leyendas amazónicas, será mi mago verde?
Sobre tierra colorada
Me ha venido la regla, con el equipaje listo y el pasaje comprado. Me han dicho que no se puede tomar ayahuasca con la menstruación. Según los curanderos, son ener-gías que chocan entre sí. Este "deshecho contaminante" perturba a la planta. Y yo que creía que la ayahuasca tenía género femenino. Finalmente, he decidido ir. He llegado a Pucallpa hoy, viernes por la tarde. Pucallpa está a 475 kilómetros al noreste de Lima y es la capital del departamento de Ucayali. Su nombre quiere decir "tierra colorada", en shipibo, el dialecto de la zona. Estoy a punto de darles la razón a todos los que me dijeron que ésta era la ciudad más fea del Perú: una especie de gran mercado del que hay que alejarse varios kilómetros para notar los horizontes de bosques y ríos típicos de la amazonía. El aire sí es bastante selvático: caliente, invasivo y pegajoso. Me instalo en un hostal sencillo y me dirijo hacia el puerto de Yarina. Mi idea es encontrar a Rosendo en la comunidad nativa de San Francisco de Yarinacocha -donde vive la mayoría de los chamanes- ese mismo día, entrevistarlo y proponerle la sesión para mañana en la noche.
Intento llamar a Rosendo al único teléfono comunitario del pueblo, pero las líneas estaban bloqueadas. Son casi las seis de la tarde cuando me entero de que ya no salen botes hacia San Francisco. Alguien dice: ¡por la carretera!, pero en los paraderos los conductores duermen a pierna suelta sobre sus timones. Nadie quiere llevarme. A pocos metros, aparece la causa de tanta indolencia: la desolada imagen del enorme animal de hojalata herido de muerte en medio del camino. Hace unos días, debido a la lluvia, se cayó el puente que conecta Yarina y San Francisco. No puedo ignorar lo simbólico del hecho: la idea de puente, soga, conexión con el otro lado, define a la ayahuasca. ¡Y el puente estaba roto!
Resignada a volver al hotel, doy una última mirada a las embarcaciones que llegan de San Francisco. Un hombre grita "paseo, paseo, paseo en bote por zonas ecológicas", y, para mi sorpresa, lo siguiente que dice es: "Consulta con chamanes". Ahora tenía ante mí a la última escala del drug tourist, tratando de vender la excursión perfecta que incluía toma de ayahuasca con un chamán nativo. Los conoce a todos. Menos, claro, a Rosendo. Dice que el famoso chamán, Guillermo Arévalo, tiene su casa en Yarina. Sólo hay que encontrarlos. Tomo una moto que funge de taxi. Puede ser una noche sin ayahuasca pero con sendas entrevistas a chamanes célebres. El taxista sabe dónde viven los hermanos de marras. Toco varias veces inútilmente y estoy a punto de emprender la retirada cuando una camioneta Cherokee sale al paso y se detiene en la puerta. Una guapa mujer mestiza se baja y el taxista me informa que ella es la mujer de Guillermo. Había pasado por casualidad a recoger unas cosas a esa casa, pues ellos no vivían allí por estos días, sino en su albergue de Soi Pasto. A estas alturas no parece sólo una racha de buena suerte. Algún poder (¿la ayahuasca? ¿un brujo?) me atrae. La mujer acepta recibirme, pero agrega que sólo tendré una hora para entrevistarlo porque a las nueve el maestro empezará una sesión de trabajo. Esta noche será ardua pues tiene que curar a un pariente que sufre de cáncer, nos confesó. Con el mismo taxista hago un desvío de nueve kilómetros de la carretera hasta el albergue. Los comentarios del chofer se centran en la Cherokee regalada por un gringo, y en esa carretera construida exclusivamente para llegar al albergue, que "seguro le ha costado un dineral". Al llegar, una luz de lamparín sale al paso. Es él. Con una sonrisa serena me hace pasar sin hacer preguntas. Ya no cabe duda: o un espíritu le ha anunciado que llegaría o su mujer lo ha llamado por el móvil. Cuestión de fe.
Visiones del infierno
Guillermo es un ser deslumbrante: ha estudiado en el Brasil, es un chamán viajero que recorre el mundo dando seminarios, incluso ha actuado de sí mismo en varias películas suecas y holandesas. Al término de la conversación me invita a participar en la ceremonia. No seguir el plan original me llena de temor. Intento escuchar alguna corazonada que me avise si éste es el lugar, si éste es el chamán, pero nada está claro. Finalmente, acepto. Y entro en una cabaña que, según Guillermo, se ha construido en el lugar en que cayó un rayo. En un extremo está la enferma en una especie de gran cuna sostenida en el aire por sogas y totalmente cubierta con sábanas.
No sé si mencionarle al chamán mi condición de menstruante. Ya a estas alturas me preocupa seriamente aquello de que si la mujer insiste en formar parte del ritual con la menstruación, puede perjudicar el poder del chamán y atraer energías negativas. Incluso se dice que el chamán puede percibir si la chica no ha tenido la decencia de contarlo. Con estas culpas y sufrimientos, pero ya instalados alrededor de la mesa ritual, me acerco a don Guillermo y le susurro al oído: maestro, estoy con mi menstruación, ¿Podemos seguir? El chamán pone cara de pocos amigos, luego asiente y me deja decidir. Me siento y me dispongo al viaje. No sabía lo que me esperaba.
Esa noche vi con espanto un espectáculo de animales muertos, fetos descompuestos y violaciones teatrales. La enferma ha asomado su cabeza de entre las sábanas blancas y he creído ver en su cara el rostro de alguien querido, que me mira con crueldad y reproche. ¿Es consecuencia de mi menstruación? Alguien a mi lado no para de llorar como un loco, y está tan cerca de mí que pienso que es el llanto de un bebé abortado. Me persiguen por una ciudad devastada, trato de escapar saltando charcos llenos de cuerpos destrozados y sangrantes. La etnia de los cashinagua cree que el miedo es bueno para botar lo negativo y curarse, pero yo no podía entender que esto tuviera algo positivo. No sé si estoy condicionada por todo lo que he escuchado, pero éste podría ser un brujo malo. He sido atraída por la oscuridad.
Busco al chamán, pero ha desaparecido. Pienso que nunca saldré de aquí. Las horas pasan y no amanece. Yo sólo puedo pensar en magia negra. Imagino la cabaña como un ataúd. Nos han tapiado, estoy segura. Estamos muertos y la muerte es ese insomnio desesperante en una más desesperante negra eternidad. Es un mal viaje, sin duda, como flirtear con la locura. De pronto, unas figuras blancas y brillantes, moviéndose entre los árboles, me hacen pensar que sigo en el sueño, pero no, estoy con los ojos abiertos, y ésos tienen que ser los benditos espíritus del bosque anunciando el amanecer. Apenas aclara me precipito a la puerta. Obsesionada con la idea de la cabaña-ataúd, casi sufro un susto de muerte cuando detrás de la puerta aparece un enorme perro negro ladrando agresivamente y bloqueándome el paso.
La televisión de la selva
En este nuevo amanecer soy la última en levantarme. La mujer de Rosendo Marín hace vajillas de barro, las hijas amamantan a los nietos y los niños persiguen lagartijas. Salgo del mosquitero como de un útero blanco. Estoy exhausta pero feliz. En casa de Rosendo, acurrucada entre los miembros de su familia, he despertado de mi último viaje de ayahuasca. En mi tercera vez con la planta sagrada he cambiado el albergue opulento por la choza más modesta de San Francisco, un monte sin electricidad sembrado de plantas visionarias. Hasta aquí he llegado huyendo del brujo y buscando al curandero. Tenía el presentimiento de que Rosendo guardaba la medicina para mis males imaginarios. El segundo viaje me había dejado más allá que acá. Dicen que la ayahuasca es la televisión de la selva. Y yo necesitaba cambiar de canal antes de apagarla. Para irme a la cama al menos con una imagen banal.
Apenas desembarqué en San Francisco, me advirtieron que no perdiera el tiempo buscándolo, que Rosendo estaba borracho en algún lugar de la isla. Recordé el puente destruido, las líneas telefónicas bloqueadas, el desvío de los nueve kilómetros. ¡Ahora mi chamán bueno era un borracho! Una energía extraña había evitado por todos los medios que llegara aquí. Aunque parezca increíble, suele pasar entre chamanes: se roban la clientela en luchas de poderes sobrenaturales. Rosendo los llama "daños". Pero no estaba borracho. Más bien acunaba a su hija menor en una hamaca. Claramente, esa imagen en el televisor me pareció el fin y el principio de algo, un fugaz signo de irreverencia con la muerte. Pensé en las situaciones que nos esperan sin que nosotros, pobres mortales desprovistos de magia, podamos adivinarlo ni prepararnos para ellas. Pensé que esta paz aguardaba por mí desde el comienzo. Recibí mi ración de ayahuasca. Cerré los ojos sin miedo.
Por fin está ocurriendo: tengo la exacta impresión de que mis arterias y venas se estiran casi hasta romperse, ramificándose y curvándose como plantas enredaderas, es la luminosa autopista sobre la cual estoy a punto de deslizarme. Puedo ver mi cuerpo, el frágil pero constante latido de mis órganos internos, una música tan primitiva como la primera canción de cuna. Estoy como ante un ordenador que va mostrándome la conexión de mis partes más recónditas, ahora bañadas por un líquido verde dorado, por una nueva energía que me recorre de un extremo al otro. Tal grado de autoconciencia me produce una alegría entrañable y de inmediato una poderosa culpa por haber dudado del curandero. Me reprendo por ser siempre así, por sospechar de todo y de todos, por mi poca fe, mi diminuta esperanza, mi sarcasmo pedante, mi cinismo a raudales. Lloro por ese defecto tan feo que es la soberbia, esa ilusión de tener todo bajo control. Cuando estoy reprendiéndome lastimeramente y odiándome, algo dentro de mí me dice: pero qué defecto tan feo es la autocompasión, qué paralizante; y decido perdonarme y, mejor aún, decido reírme de mí misma a carcajadas.
Paso de ser una supermujer a verme como una semilla, mi modestia es tal que casi me hace desaparecer. Nunca me he sentido tan plena, sin censuras, sin desaprobarme a cada paso. Además, la liberación va acompañada de una sensación de bienestar físico. De repente, me queda claro por qué algunos dicen que tomar ayahuasca es como un psicoanálisis instantáneo y acelerado. Una sensación de paz me domina, la paz, supongo, que da el conocimiento, porque en este instante creo entender algún misterio. Puedo reconocer que existe algo superior a mí y que soy parte de ese algo. Estoy despierta: sigo escuchando los pájaros, los cantos del chamán y los sonidos que hacen al lado mis compañeros. Es lo más parecido a soñar despierto. Todo se pone azul. Dicen que ese color indica la llegada de los espíritus. Hablo con mi familia y amigos, con los vivos y con los muertos. Les pido perdón a todas las personas a las que he traicionado o a las que no he querido lo suficiente. Mientras medito acerca de eso, escucho por primera vez una voz muy antigua, que parece haber sido ignorada durante años ¿Es la voz de la ayahuasca o mi propia voz? Una voz que responde preguntas, dura pero a la vez dulce y consoladora como la voz de una mamá. Puedo preguntarle sobre mi presente, mi pasado y mi futuro y me contesta, para mi desconcierto, con toda clase de noticias increíbles. Comienzo a sentirme sin peso, ligera. Mi mente, ¿mi alma quizás?, puede flotar hasta situarse sobre mi cuerpo, como en las películas de fantasmas. Tengo la seguridad de que puede irse para siempre y dejar ese lastre de cuerpo, que ahora mismo todavía se retuerce de extrañeza y frío. Veo a Rosendo cantando bellas canciones de consuelo, soplándome el cráneo con humo de tabaco protector, un gran mago verde atajando cada uno de mis fantasmas.
Epílogo
Respeto a las personas que salen en televisión explicando cómo Dios salvó sus matrimonios en ruinas o los libró de una enfermedad incurable, pero siempre me sentí escéptica ante aquellos que aseguraban haber visto la luz. Y los llamados trip reports de consumidores de plantas alucinógenas tienen por lo general ese tufillo a verdad revelada y balance de libro de autoayuda. A mí en lugar de incitarme suelen insensibilizarme. Por eso, después de beber ayahuasca, no quise contárselo a nadie. Sólo ahora puedo decirlo: es cierto.
Lo más increíble es la convicción, que nadie podrá arrebatarme, de haber sido testigo del absoluto, del misterio perdido de la naturaleza, quizás del misterio de nuestro origen. Por eso hay quienes dicen que el trance de la ayahuasca es el de un simulacro de la propia muerte. Pero a diferencia del racionalismo europeo que ve la muerte como un terrible final, la cultura de los ayahuasqueros nos propone verla como un principio, como un cambio de energía. La muerte es una buena noticia sobre el mundo que nos espera más allá de la vida. Un viaje para el que la ayahuasca parece prepararnos. En este punto ya no tengo miedo y espero que Ginsberg, esté donde esté, tampoco.
Cuando el narrador del cuento "El Aleph", de Jorge Luis Borges, baja al sótano de una casa y se le aparece Todo, absolutamente todo lo que existe en el mundo, todos los lugares desde todos los ángulos, dice: "Vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos; vi todas las hormigas que hay en la tierra (?). Vi la circulación de mi oscura sangre". Esas líneas daban vueltas en mi cabeza al tratar de explicarme lo que me había pasado en los días que siguieron a la experiencia. Pensaba: "Borges tuvo que probarla. No hay forma de que haya escrito 'El Aleph' sin tomarla". Aunque es posible pensar que haya llegado a esa visión a través de la imaginación. Para algunos escritores no es necesario vivirlo para escribirlo. Más aún si a través de los siglos la Totalidad con mayúsculas no ha sido sólo una recurrente fantasía literaria, sino también filosófica, mística y en suma humana. Para algunos, la literatura es como el sótano de Borges, el lugar de las revelaciones, la puerta hacia el todo inconmensurable. Para otros es el cristianismo, el budismo zen, Deepak Chopra, Internet o la ayahuasca.
Yo, hija de marxistas, jamás bautizada, llamada "hereje" a los seis años por mi propia abuela, convidada de piedra en las misas de difuntos, encontré una dimensión desconocida que había morado dentro de mí desde siempre. ¿Cómo alguien que no veía nada de pronto creyó verlo todo?
La ayahuasca vino a la ciudad, pero yo me fui a la selva, al menos por unos días, como Burroughs o Ginsberg. Para mí es más fácil, yo vivo en el Perú. Un vuelo de una hora y media me deja justo en Pucallpa, el paraíso de los ayahuasqueros. Sólo me preocupan las advertencias acerca de los chamanes. Se sabe que un chamán es el ceremonioso intermediario entre la planta y nosotros, alguien que suscita el trance místico para curar y vaticinar. A diferencia de los doctores de bata blanca, el médico tradicional considera el drama interno de cada persona. Él es quien viaja al reino de lo invisible, inventa cuentos simbólicos para explicar el mundo, organiza el ritual para acceder al plano sobrehumano e invoca las energías que nos están enfermando.
Quizá por el discurso de las religiones comparadas, a veces olvidamos que los chamanes son personas como nosotros. Alguien me contó que los chamanes más famosos han sido absorbidos por el sistema y dan ayahuasca en lujosos hoteles europeos. Hay muchos que al trasladarse a la ciudad abandonan a sus mujeres; se emborrachan y tienen una vida contraria a la ayahuasca. Sus espíritus se han contaminado y ya no pueden ser una buena ayuda para nadie.
Pero lo realmente angustiante es la figura del "malero", suerte de curandero que ha caído en el lado oscuro, un brujo malo en suma. Por pura ignorancia, uno podía encontrarse gato por liebre, o peor: demonio por liebre. Claro que así no son todos los chamanes. Para ser chamán, la mayoría efectúa su transmutación mística internándose en el bosque durante meses, emprende durísimas dietas para aprender las potencias de cada planta. En las sesiones curativas se sacrifica, y siente dolor, y se deja devorar por los espíritus de animales feroces mientras se encuentra en trance. A mí me han recomendado buscar a Rosendo Marín, un curandero desconocido en el ambiente y cuyo espíritu está virgen e irradia bondad. ¿Rosendo podrá ser ese personaje de las leyendas amazónicas, será mi mago verde?
Sobre tierra colorada
Me ha venido la regla, con el equipaje listo y el pasaje comprado. Me han dicho que no se puede tomar ayahuasca con la menstruación. Según los curanderos, son ener-gías que chocan entre sí. Este "deshecho contaminante" perturba a la planta. Y yo que creía que la ayahuasca tenía género femenino. Finalmente, he decidido ir. He llegado a Pucallpa hoy, viernes por la tarde. Pucallpa está a 475 kilómetros al noreste de Lima y es la capital del departamento de Ucayali. Su nombre quiere decir "tierra colorada", en shipibo, el dialecto de la zona. Estoy a punto de darles la razón a todos los que me dijeron que ésta era la ciudad más fea del Perú: una especie de gran mercado del que hay que alejarse varios kilómetros para notar los horizontes de bosques y ríos típicos de la amazonía. El aire sí es bastante selvático: caliente, invasivo y pegajoso. Me instalo en un hostal sencillo y me dirijo hacia el puerto de Yarina. Mi idea es encontrar a Rosendo en la comunidad nativa de San Francisco de Yarinacocha -donde vive la mayoría de los chamanes- ese mismo día, entrevistarlo y proponerle la sesión para mañana en la noche.
Intento llamar a Rosendo al único teléfono comunitario del pueblo, pero las líneas estaban bloqueadas. Son casi las seis de la tarde cuando me entero de que ya no salen botes hacia San Francisco. Alguien dice: ¡por la carretera!, pero en los paraderos los conductores duermen a pierna suelta sobre sus timones. Nadie quiere llevarme. A pocos metros, aparece la causa de tanta indolencia: la desolada imagen del enorme animal de hojalata herido de muerte en medio del camino. Hace unos días, debido a la lluvia, se cayó el puente que conecta Yarina y San Francisco. No puedo ignorar lo simbólico del hecho: la idea de puente, soga, conexión con el otro lado, define a la ayahuasca. ¡Y el puente estaba roto!
Resignada a volver al hotel, doy una última mirada a las embarcaciones que llegan de San Francisco. Un hombre grita "paseo, paseo, paseo en bote por zonas ecológicas", y, para mi sorpresa, lo siguiente que dice es: "Consulta con chamanes". Ahora tenía ante mí a la última escala del drug tourist, tratando de vender la excursión perfecta que incluía toma de ayahuasca con un chamán nativo. Los conoce a todos. Menos, claro, a Rosendo. Dice que el famoso chamán, Guillermo Arévalo, tiene su casa en Yarina. Sólo hay que encontrarlos. Tomo una moto que funge de taxi. Puede ser una noche sin ayahuasca pero con sendas entrevistas a chamanes célebres. El taxista sabe dónde viven los hermanos de marras. Toco varias veces inútilmente y estoy a punto de emprender la retirada cuando una camioneta Cherokee sale al paso y se detiene en la puerta. Una guapa mujer mestiza se baja y el taxista me informa que ella es la mujer de Guillermo. Había pasado por casualidad a recoger unas cosas a esa casa, pues ellos no vivían allí por estos días, sino en su albergue de Soi Pasto. A estas alturas no parece sólo una racha de buena suerte. Algún poder (¿la ayahuasca? ¿un brujo?) me atrae. La mujer acepta recibirme, pero agrega que sólo tendré una hora para entrevistarlo porque a las nueve el maestro empezará una sesión de trabajo. Esta noche será ardua pues tiene que curar a un pariente que sufre de cáncer, nos confesó. Con el mismo taxista hago un desvío de nueve kilómetros de la carretera hasta el albergue. Los comentarios del chofer se centran en la Cherokee regalada por un gringo, y en esa carretera construida exclusivamente para llegar al albergue, que "seguro le ha costado un dineral". Al llegar, una luz de lamparín sale al paso. Es él. Con una sonrisa serena me hace pasar sin hacer preguntas. Ya no cabe duda: o un espíritu le ha anunciado que llegaría o su mujer lo ha llamado por el móvil. Cuestión de fe.
Visiones del infierno
Guillermo es un ser deslumbrante: ha estudiado en el Brasil, es un chamán viajero que recorre el mundo dando seminarios, incluso ha actuado de sí mismo en varias películas suecas y holandesas. Al término de la conversación me invita a participar en la ceremonia. No seguir el plan original me llena de temor. Intento escuchar alguna corazonada que me avise si éste es el lugar, si éste es el chamán, pero nada está claro. Finalmente, acepto. Y entro en una cabaña que, según Guillermo, se ha construido en el lugar en que cayó un rayo. En un extremo está la enferma en una especie de gran cuna sostenida en el aire por sogas y totalmente cubierta con sábanas.
No sé si mencionarle al chamán mi condición de menstruante. Ya a estas alturas me preocupa seriamente aquello de que si la mujer insiste en formar parte del ritual con la menstruación, puede perjudicar el poder del chamán y atraer energías negativas. Incluso se dice que el chamán puede percibir si la chica no ha tenido la decencia de contarlo. Con estas culpas y sufrimientos, pero ya instalados alrededor de la mesa ritual, me acerco a don Guillermo y le susurro al oído: maestro, estoy con mi menstruación, ¿Podemos seguir? El chamán pone cara de pocos amigos, luego asiente y me deja decidir. Me siento y me dispongo al viaje. No sabía lo que me esperaba.
Esa noche vi con espanto un espectáculo de animales muertos, fetos descompuestos y violaciones teatrales. La enferma ha asomado su cabeza de entre las sábanas blancas y he creído ver en su cara el rostro de alguien querido, que me mira con crueldad y reproche. ¿Es consecuencia de mi menstruación? Alguien a mi lado no para de llorar como un loco, y está tan cerca de mí que pienso que es el llanto de un bebé abortado. Me persiguen por una ciudad devastada, trato de escapar saltando charcos llenos de cuerpos destrozados y sangrantes. La etnia de los cashinagua cree que el miedo es bueno para botar lo negativo y curarse, pero yo no podía entender que esto tuviera algo positivo. No sé si estoy condicionada por todo lo que he escuchado, pero éste podría ser un brujo malo. He sido atraída por la oscuridad.
Busco al chamán, pero ha desaparecido. Pienso que nunca saldré de aquí. Las horas pasan y no amanece. Yo sólo puedo pensar en magia negra. Imagino la cabaña como un ataúd. Nos han tapiado, estoy segura. Estamos muertos y la muerte es ese insomnio desesperante en una más desesperante negra eternidad. Es un mal viaje, sin duda, como flirtear con la locura. De pronto, unas figuras blancas y brillantes, moviéndose entre los árboles, me hacen pensar que sigo en el sueño, pero no, estoy con los ojos abiertos, y ésos tienen que ser los benditos espíritus del bosque anunciando el amanecer. Apenas aclara me precipito a la puerta. Obsesionada con la idea de la cabaña-ataúd, casi sufro un susto de muerte cuando detrás de la puerta aparece un enorme perro negro ladrando agresivamente y bloqueándome el paso.
La televisión de la selva
En este nuevo amanecer soy la última en levantarme. La mujer de Rosendo Marín hace vajillas de barro, las hijas amamantan a los nietos y los niños persiguen lagartijas. Salgo del mosquitero como de un útero blanco. Estoy exhausta pero feliz. En casa de Rosendo, acurrucada entre los miembros de su familia, he despertado de mi último viaje de ayahuasca. En mi tercera vez con la planta sagrada he cambiado el albergue opulento por la choza más modesta de San Francisco, un monte sin electricidad sembrado de plantas visionarias. Hasta aquí he llegado huyendo del brujo y buscando al curandero. Tenía el presentimiento de que Rosendo guardaba la medicina para mis males imaginarios. El segundo viaje me había dejado más allá que acá. Dicen que la ayahuasca es la televisión de la selva. Y yo necesitaba cambiar de canal antes de apagarla. Para irme a la cama al menos con una imagen banal.
Apenas desembarqué en San Francisco, me advirtieron que no perdiera el tiempo buscándolo, que Rosendo estaba borracho en algún lugar de la isla. Recordé el puente destruido, las líneas telefónicas bloqueadas, el desvío de los nueve kilómetros. ¡Ahora mi chamán bueno era un borracho! Una energía extraña había evitado por todos los medios que llegara aquí. Aunque parezca increíble, suele pasar entre chamanes: se roban la clientela en luchas de poderes sobrenaturales. Rosendo los llama "daños". Pero no estaba borracho. Más bien acunaba a su hija menor en una hamaca. Claramente, esa imagen en el televisor me pareció el fin y el principio de algo, un fugaz signo de irreverencia con la muerte. Pensé en las situaciones que nos esperan sin que nosotros, pobres mortales desprovistos de magia, podamos adivinarlo ni prepararnos para ellas. Pensé que esta paz aguardaba por mí desde el comienzo. Recibí mi ración de ayahuasca. Cerré los ojos sin miedo.
Por fin está ocurriendo: tengo la exacta impresión de que mis arterias y venas se estiran casi hasta romperse, ramificándose y curvándose como plantas enredaderas, es la luminosa autopista sobre la cual estoy a punto de deslizarme. Puedo ver mi cuerpo, el frágil pero constante latido de mis órganos internos, una música tan primitiva como la primera canción de cuna. Estoy como ante un ordenador que va mostrándome la conexión de mis partes más recónditas, ahora bañadas por un líquido verde dorado, por una nueva energía que me recorre de un extremo al otro. Tal grado de autoconciencia me produce una alegría entrañable y de inmediato una poderosa culpa por haber dudado del curandero. Me reprendo por ser siempre así, por sospechar de todo y de todos, por mi poca fe, mi diminuta esperanza, mi sarcasmo pedante, mi cinismo a raudales. Lloro por ese defecto tan feo que es la soberbia, esa ilusión de tener todo bajo control. Cuando estoy reprendiéndome lastimeramente y odiándome, algo dentro de mí me dice: pero qué defecto tan feo es la autocompasión, qué paralizante; y decido perdonarme y, mejor aún, decido reírme de mí misma a carcajadas.
Paso de ser una supermujer a verme como una semilla, mi modestia es tal que casi me hace desaparecer. Nunca me he sentido tan plena, sin censuras, sin desaprobarme a cada paso. Además, la liberación va acompañada de una sensación de bienestar físico. De repente, me queda claro por qué algunos dicen que tomar ayahuasca es como un psicoanálisis instantáneo y acelerado. Una sensación de paz me domina, la paz, supongo, que da el conocimiento, porque en este instante creo entender algún misterio. Puedo reconocer que existe algo superior a mí y que soy parte de ese algo. Estoy despierta: sigo escuchando los pájaros, los cantos del chamán y los sonidos que hacen al lado mis compañeros. Es lo más parecido a soñar despierto. Todo se pone azul. Dicen que ese color indica la llegada de los espíritus. Hablo con mi familia y amigos, con los vivos y con los muertos. Les pido perdón a todas las personas a las que he traicionado o a las que no he querido lo suficiente. Mientras medito acerca de eso, escucho por primera vez una voz muy antigua, que parece haber sido ignorada durante años ¿Es la voz de la ayahuasca o mi propia voz? Una voz que responde preguntas, dura pero a la vez dulce y consoladora como la voz de una mamá. Puedo preguntarle sobre mi presente, mi pasado y mi futuro y me contesta, para mi desconcierto, con toda clase de noticias increíbles. Comienzo a sentirme sin peso, ligera. Mi mente, ¿mi alma quizás?, puede flotar hasta situarse sobre mi cuerpo, como en las películas de fantasmas. Tengo la seguridad de que puede irse para siempre y dejar ese lastre de cuerpo, que ahora mismo todavía se retuerce de extrañeza y frío. Veo a Rosendo cantando bellas canciones de consuelo, soplándome el cráneo con humo de tabaco protector, un gran mago verde atajando cada uno de mis fantasmas.
Epílogo
Respeto a las personas que salen en televisión explicando cómo Dios salvó sus matrimonios en ruinas o los libró de una enfermedad incurable, pero siempre me sentí escéptica ante aquellos que aseguraban haber visto la luz. Y los llamados trip reports de consumidores de plantas alucinógenas tienen por lo general ese tufillo a verdad revelada y balance de libro de autoayuda. A mí en lugar de incitarme suelen insensibilizarme. Por eso, después de beber ayahuasca, no quise contárselo a nadie. Sólo ahora puedo decirlo: es cierto.
Lo más increíble es la convicción, que nadie podrá arrebatarme, de haber sido testigo del absoluto, del misterio perdido de la naturaleza, quizás del misterio de nuestro origen. Por eso hay quienes dicen que el trance de la ayahuasca es el de un simulacro de la propia muerte. Pero a diferencia del racionalismo europeo que ve la muerte como un terrible final, la cultura de los ayahuasqueros nos propone verla como un principio, como un cambio de energía. La muerte es una buena noticia sobre el mundo que nos espera más allá de la vida. Un viaje para el que la ayahuasca parece prepararnos. En este punto ya no tengo miedo y espero que Ginsberg, esté donde esté, tampoco.
Cuando el narrador del cuento "El Aleph", de Jorge Luis Borges, baja al sótano de una casa y se le aparece Todo, absolutamente todo lo que existe en el mundo, todos los lugares desde todos los ángulos, dice: "Vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos; vi todas las hormigas que hay en la tierra (?). Vi la circulación de mi oscura sangre". Esas líneas daban vueltas en mi cabeza al tratar de explicarme lo que me había pasado en los días que siguieron a la experiencia. Pensaba: "Borges tuvo que probarla. No hay forma de que haya escrito 'El Aleph' sin tomarla". Aunque es posible pensar que haya llegado a esa visión a través de la imaginación. Para algunos escritores no es necesario vivirlo para escribirlo. Más aún si a través de los siglos la Totalidad con mayúsculas no ha sido sólo una recurrente fantasía literaria, sino también filosófica, mística y en suma humana. Para algunos, la literatura es como el sótano de Borges, el lugar de las revelaciones, la puerta hacia el todo inconmensurable. Para otros es el cristianismo, el budismo zen, Deepak Chopra, Internet o la ayahuasca.
Yo, hija de marxistas, jamás bautizada, llamada "hereje" a los seis años por mi propia abuela, convidada de piedra en las misas de difuntos, encontré una dimensión desconocida que había morado dentro de mí desde siempre. ¿Cómo alguien que no veía nada de pronto creyó verlo todo?
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